PRIMO DI MARTINO:
¿Llegó el Chochán (*)?
Cara y ojos redondos asombrados. Estatura más alta que la normal.
Grueso. Voz potente de las que hacen retumbar las paredes y los vidrios de las
ventanas. Como la mayoría de empleados de esa época, tenía mucha antigüedad en la Empresa , lo que hacía
poner carne de gallina y cara de incrédulos a los nuevos, que no podían
concebir que una persona estuviese veinte o más años en un mismo trabajo.
Espontáneo, sincero, honesto y generoso como pocos, Elio Bochicchio era hijo de
napolitanos.
-¡Qué “lorca”(*), pero qué “lorca”! ¡Es un “lorca” infernal!
Así
fuera verano o invierno, esa era su
primera frase al entrar al enorme salón de la oficina, antes del saludo
de rutina; y acto seguido iba a abrir la gran ventana guillotina practicable
sólo hasta la mitad. Luego, cuando olvidaba el asunto, alguien la volvía a
cerrar subrepticiamente, y él, sumergido en otras ocupaciones, olvidaba el
asunto por completo.
Le gustaban
los rumores de nuestro ámbito laboral, en particular los relacionados con los
sueldos, o “emolumentos” como decía él.
Su constante espíritu curioso lo llevaba
también a enterarse de los rumores de la política, el fútbol y el mundo de la
farándula, y no había programa de televisión que no viese; no había programas
de radio que no escuchase ni había diario o revista que no recorrieran sus
ojos, de ahí que alguien lo bautizara con el apodo de “doña María”, y él, muy
lejos de enfadarse, lo festejaba con una estentórea risotada que seguramente se
oía desde todos los pisos de la
Empresa.
Con insuperable
gracia e histriónica interpretación, a veces relataba alguna secuencia televisiva
que había llamado su atención, como esa vez que
un hombre paupérrimo de los barrios periféricos había ganado una gruesa suma
de dinero en el Prode, uno de los populares juegos del azar basado en los
resultados de los partidos de fútbol. Lo primero que hizo el mencionado fue abandonar a la mujer con la
que vivía en pareja. Y como ella se quejaba con exceso en los medios periodísticos,
radiotelefónicos y televisivos, entrevistaron al hombre para que justificase su
actitud. Enfrentado a las cámaras de la televisión, él exclamó dirigiéndose públicamente
a su ex compañera:
-¡No, no te voy a dar ni un centavo! ¿Querés
plata? ¡Jugá al Prole, jugá!
La
gracia está, por supuesto, en que se
dice Prode, y no Prole.
Bochi
hablaba siempre amalgamando espontáneamente la seriedad con la broma.
Supongamos que viese a un compañero con pantalones anticuados -o clásicos mejor
dicho-; se podía dar por seguro que
dejaba oír una de sus
estrepitosas carcajadas exclamando a la vez que señalaba la prenda con índice
acusador:
- Che, ¿esos son los “lompa” (*) que usó Alan Ladd en "El valiente de Oklahoma?
Era celosísimo con la fonética original de su apellido italiano a lo que
asignaba una importancia capital. No soportaba escuchar que alguien lo
pronunciaran tal como corresponde en castellano, y, a menos que lo hiciera un
superior, se apresuraba a corregirlo con rápida claridad:
-Mi apellido no es “Bochicchio”, sino “Bokikio”, ¡“Bo - ki - kio”!
Su
música preferida era el tango y contaba con exceso de memoria para recordar
música, letras, autores, orquestas típicas y cantantes. Idóneo y cumplidor con
su trabajo, lo hacía con sagrada resignación, canturreando a media voz algún
“gotán”(*), o produciendo la música con un zumbido entre dientes. A veces le
gustaba añadir una cómica rima antojadiza a los versos, como por ejemplo: “Mi
Buenos Aires querido, ido, ido / cuando yo te vuelva a ver, er, er / no habrá más
penas, enas, enas/ ni olvidos, idos, idos“. Siendo un porteño genuino, su
léxico era una espontánea amalgama de lunfardo, palabras al “résve” (*) y un
sin fin de vetustos términos y frases
populares de las antiguas y modernas generaciones en todo lo cual nadie
como él estaba actualizado. Nos decía por ejemplo:
-Cuando termine de tomar este
“feca”(*) voy a salir un momento a la "yeca"(*). Si llama mi
"jermu"(*), díganle que fui al "cobán"(*) y que apenas
vuelva la llamo. -Y antes de salir a la calle, con toda seguridad nos
recomendaba con cómico mohín lastimero: -¡Enseguida vuelvo, así que no me
extrañen ni me critiquen!
Si
alguien le hacía un favor, con toda seguridad le prometía emocionado:
-Cuando escriba mis Memorias voy a mencionar este altruista gesto para
que lo estampen en letras de oro en la primera página. -O si no, tenía otra
muletilla: -Muchísimas gracias, pero como con las gracias no hacemos nada, esta
noche, cuando me acueste, te tendré muy en
cuenta en mis oraciones.
Llamaba por teléfono unas cuantas veces
por día a su esposa. En la primera le susurraba a quién había visto en el
barrio y cómo había viajado hasta la oficina con el ómnibus y el subterráneo.
En esa y en sucesivas llamadas, le preguntaba si había alguna “novedad de bulto”
en casa o en el barrio; y en el último llamado a la tardecita, invariablemente
quería saber qué pensaba cocinar para la cena; entonces le recomendaba:
-No te olvidés de ponerle una cebolla y dos dientes de ajo bien
picaditos, y un ají también picadito como me gusta a mí. ¡Ah! Que
el tuco sea abundante y prepará bastante “soque” (*) rayado, para que sea bien
sustancioso. Si precisás algo llamame antes de la salida, así cuando llego, paso por el mercadito y te
lo compro.
Y no
olvidemos de mencionar que en esas llamadas telefónicas no cortaba el diálogo
sin antes preguntar por su único hijo
Silvito para saber si había ido al colegio o si había vuelto; y en este caso,
qué estaba haciendo en ese momento. A propósito de su hijo, en una oportunidad,
nos contó que los fines de semana, cuando
éste iba a casa de un compañero de escuela o al club del barrio, él lo seguía
con mucho sigilo escondiéndose sucesivamente detrás de cada uno los árboles de
la acera hasta que el muchachito llegaba a destino. Entonces sí, volvía
tranquilo a casa. Fueron palabras del mismo Bochi, de modo que no admiten dudas
sobre su autenticidad. Este episodio hizo que nuestro compañero Cotone se
acordara de una película italiana en blanco y negro basada en un cuento de
Nicolás Gogol, con Renato Rascel como principal protagonista, película que
aquél consideraba la mejor cinta que viera en su vida y por eso volvió a verla
dos o tres veces. En la misma, un pobre hombre, tras muchos sacrificios logró
ahorrar dinero con el fin de que un buen sastre le hiciera un sobretodo para el
invierno, lo cual era su sueño dorado. Cuando después de varias idas y venidas
para probárselo y se efectuaran los últimos retoques maestros, ataviado con la
elegante prenda hecha bien a su medida y gusto, el buen hombre feliz y
triunfante salió del taller del sastre. Éste lo siguió subrepticiamente hasta
donde le fue posible escondiéndose detrás de uno y otros árboles, para gratificarse
viendo el efecto que causaba su obra de arte a los transeúntes.
En la puerta de la
Empresa , cuando nos despedíamos a la salida, aunque fuera
pleno verano, Bochi solía decirnos jocosamente:
-No se demoren en el camino y apúrense en
llegar a casa si quieren ver “Papá Corazón” con Andrea del Bocca, y después no
se olviden de la bolsa de agua caliente al acostarse.
Puede que alguno le dijese, también a modo
de despedida y para que él soltase una estentórea carcajada:
-Bochi, ¿Querés plata? ¡Jugá al Prole, jugá!
Dada la buena cantidad de empleados que
tenía la Empresa ,
por lo menos había una o dos despedidas de de soltero por mes, que se efectuaba
con toda seguridad en el restaurante Pipo a las 10 PM. A la salida de la
oficina, antes de despedirnos, Bochi recomendaba:
-Eh, los que van a ir a la cena, acuérdense
de bañarse o por lo menos estrujarse un pomo de desodorante en cada axila.
Como
vivía optimista y alegremente, si alguien abría la boca para contar algo,
se anticipaba al hecho dejando escapar
una estrepitosa carcajada creyendo ingenuamente que se trataba de una anécdota
o noticia graciosa... y después escuchaba con la seria atención debida. Como
era natural, muchas veces la noticia no era motivo para risa, en cuyo caso
palidecía con exceso y abriendo desmesuradamente los ojos, exclamaba con
creciente perplejidad:
-¿Pero es verdad lo que decís? ¡No
me digas!
Era
muy impresionable tratándose de enfermedades o muertes. Eso le hacía mucho mal.
En alguna que otra oportunidad, salvo que se tranquilizase tomando un café o
medio vaso de agua con una aspirina y consejos edificantes de sus compañeros, lo
convencían de que era mejor que se volviera a su casa, desde luego en un coche
de alquiler.
Como
buen “napolitano”, le era imposible hablar sin acompañarse de ilustrativos gestos,
ademanes y movimientos de cuerpo. En una famosa e inolvidable ocasión, para
explicar concreta y gráficamente cómo había sido atendido por el médico de
nuestra Obra Social por su problema de apendicitis, se tendió cuán largo era
sobre un escritorio vacío, que era el de Carlitos Vázquez Galo que ese día
había faltado. Naturalmente estaba presente nuestro Jefe ocupado en sus tareas,
pero como el vozarrón y las histriónicas demostraciones de este idóneo y eficaz
empleado eran moneda corriente, ya ni lo veía ni escuchaba. Pero esa vez se dio
la imprevisible casualidad que justo en esos instantes, entraba el Gerente de la Empresa , un hombre muy
mayor. El pobre Bochi quedó petrificado de sorpresa e impotencia -hasta el
punto de que quedó como muerto-, puesto que era demasiado tarde para anular o
disimular su atrevido intento ilustrativo. Sin embargo el superior, inteligente
y noble, no sólo simuló no haber visto ni oído nada sino que tuvo la loable
delicadeza de no hacer alusión alguna respecto al hablar con el Jefe por
cuestiones de trabajo, ni hubo secuelas del asunto en la Gerencia ni en Personal.
En la Empresa
solía haber de tanto en tanto algún hecho anormal como ese que revelaba la gran
democracia y comprensión de que gozaban los empleados, al menos durante las más
de tres décadas y un lustro que me tocó ser empleado de la misma.
A
pesar de su gran facilidad de palabra, Bochi solía verse en dificultades para
explicar una buena o mala sensación personal. Se le enredaban las frases y los
términos y decía algo como:
-Cuando veo o escucho cosas así, no sé… siento en el pecho como una cosa… ¿cómo se dice?, una cosa
que no sé cómo explicar… bueno, eso, siento como una cosa…
Siendo su hobby principal estar al tanto de los rumores y nuevas que se
producían en la Firma ,
en especial los provenientes de las “altas esferas”, como llamaba él los
sectores donde estaban el Directorio, la Gerencia y Personal, si un empleado u ordenanza
de los mismos llegaba al nuestro, lo demoraba un instante preguntándole con
grave ansiedad:
-¿Y
qué se comenta en las “altas esferas”? ¿hay algún trascendido de bulto de
fuente fidedigna?
Pero su curiosidad capital -que se manifestaba desde los primeros
momentos que entraba a la oficina,- era saber si había llegado el Gerente, a
quien apodaba el “Chochán”, no porque necesitara ir a verlo por asuntos de
trabajo o personales, ni porque el superior
mereciese ese sobrenombre, sino porque era costumbre muy común en esa
época -y aún ahora- llamar así al mandamás de una Empresa, al patrón o a un
superior. Como decíamos más arriba, le
gustaban los apodos de los que era uno de sus creadores más prolíferos y de
ellos no se salvaba ni siquiera la Presidenta de la Nación (que
en cierta época era Isabel Perón), a la
que apodaba indistintamente como la “Zuzzuna”, la “Schifosa”, la “Pozzolenta´”,
y otras adjetivaciones del dialecto napolitano.
Cuanta vez en el día el ordenanza de la Gerencia venía a nuestra sección
para traer o llevar cartas o memorandos, le preguntaba con acento confidencial:
-Sara, ¿llegó el “Chochán”? –Y en las últimas horas de trabajo, la
pregunta se revertía: - ¿Se fue el “Chochán”?
En
otras ocasiones, a ese ordenanza no lo llamaba Sara sino Conce, y conviene
aclararles a los lectores que lo ignoran, que antiguamente siempre había algún
matrimonio provinciano que registraba a su bebé con nombre femenino para que a
su debido momento no lo llamaran para el servicio militar obligatorio. (¡Y
pensar que los porteños nos creemos avispados y que los provincianos son
tontos!) Concepción Sarapura, salteño o jujeño -no recuerdo con precisión,- de
pura raza quechua (y lo revelaban sus facciones), de estatura normal, vestido y
peinado impecablemente a la gomina, era todo un gentleman en sus modales casi
palaciegos.
Por eso, a cualquier hora de la tarde que
se pudiera ver de lejos a Bochi conversando con Sara o un compañero de éste,
uno no necesitaba escucharlo ni averiguarlo para darse cuenta que estaba
recabando informaciones sobre el gerente o qué se rumoreaba en las altas
esferas o si había alguna novedad de bulto, de ahí que fuera siempre el primero
en enterarse de cualquier rumor, en cuyo caso nos la comunicaba susurrando con
grave acento, empezando con su conocida muletilla impregnada de misterio:
-Al parecer… hubo un conciliábulo en el Directorio, y al
parecer…
Cuando nos servían la merienda, disfrutábamos de casi media hora de
completa libertad para conversar; y si bien el reglamento establecía 20
minutos, nunca se supo de alguien que lo cumpliera. Durante décadas en “nuestro
segundo hogar”, se supone que no quedó tema sin pasar por nuestro análisis, y
recuerdo que en una oportunidad que se hablaba de los escudos heráldicos, nos
dijo de repente Bochi:
-¡Ah, pero ustedes no conocen el escudo heráldico de la familia
Bochicchio! ¡Vale la pena verse! Lo tenemos a la entrada, colgado en el
comedor.
Casi
todos pensamos que con toda seguridad nuestro compañero descendía de alguna
familia napolitana de noble estirpe -centenaria o milenaria-, o sea de príncipes, condes, duques o marqueses y que
nunca lo había mencionado porque en nuestro País los títulos mobiliarios fueron
abolidos hace más de un siglo. Antes de que le pidiéramos mayores explicaciones,
añadió:
-Nuestro
escudo heráldico familiar representa una damajuana de vino reserva San Juan
rodeado de una ristra de chorizos.
Le
encantaba imitar la tonada de algunos provincianos y de tanto en tanto ensayaba
esa gracia con la muy seria cordobesa Vicenta Garaycochea. Ella no podía
enojarse con tan buena persona y tan buen compañero de trabajo, pero simulaba cierto
disgusto para darse importancia:
-¿Pero por qué no hace el favor de
callarse la boca alguna vez de
tanto en tanto, gordo panceta?
-Sí,
pero lo que tengo de bueno yo es que soy gordo, pero un gordo “vistoso”, -replicó él.
Bochi
no era solamente el personaje de las anécdotas que acabo de relatar sino el de
muchísimas otras que serían más que suficientes para llenar las páginas de un
grueso volumen.
Muchos años pasaron desde esa época
inolvidable. No me gusta llamar por teléfono a mis ex compañeros porque siempre
hay alguien o varios que fallecieron en estos últimos tiempos por la inexorable
ley de la vida: “Todo lo creado tiene principio y fin”.
Nuestro inolvidable y buen compañero se encuentra desde hace años y
definitivamente en alguno de los círculos de
privilegio de las celestes lontananzas del Paraíso que pintó el Dante,
codeándose con otros serafines como él, bajo la dirección del ángel más
importante del sector que a diario los
visita para gratificarse con el maravilloso buen comportamiento de sus
felices moradores. Siendo así, no es difícil imaginar que de tanto en tanto
Bochi le pregunte a alguno de sus pares:
-¿Llegó el “Chochán”?
(*)En Buenos Aires, aparte de su característico español modificado a su
modo local y el frecuente uso de la palabra “che” hasta el punto de que los
latinoamericanos llaman así a los argentinos, una de las vetustas jergas
populares aún vigente consiste en la utilización de términos al revés (o sea
“al résve”) como en los ejemplos mencionados en este texto: chochán (chancho),
jermu (mujer), soque (queso), feca (café), etc.
muy bueno el relato novelado de una epoca que se fué
ResponderEliminarCada tanto lo vuelovo a leer y es de una frescura inolvidable
ResponderEliminarMuy gracioso, asi era mi oficina, y los personajes casi cierto que en ella habitaban,
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